Un día del invierno equinoccial, una campesina del sur peruano, junto a otras mujeres, cruza la pequeña quebrada de aguas heladas que baja de las pampas montañosas y separa su casa de la chacra familiar donde se reúnen a la caída de la tarde. Cargan, con un gran esfuerzo que se percibe en el jadeo constante, unos cuantos bultos de papa1 escogida por ellas mismas, con coloraciones rojas, oscuras, negras y con diversas formas, eso sí, todas pequeñas. Son el producto de la cosecha de la temporada que está a punto de trascender el tiempo vital del tubérculo, gracias al conocimiento transmitido de generación en generación entre estas mujeres. Ellas comienzan a esparcir por el suelo la paja llamada huaylla que crece en la puna a unos 4000 metros de altura sobre el nivel del mar Pacífico. Es una paja seca y dorada que esparcen y pisan con suavidad para servir de cuna a estos tubérculos. Una vez preparado este lecho, las mujeres comienzan a echar la papa sobre él de una manera regular, para que entre ellas circule el aire helado que discurre por los Andes. Corre el mes de julio, cuando ya ocurren las “heladas”, sinónimo en muchos otros países de cultivos arruinados. Aquí, el frío recuerda este saber, un eco de la templanza de los pueblos para adaptarse a las condiciones extremas de este gran continente al que algunos llamaron América. Las mujeres rocían agua sobre el campo de papas esparcidas para acelerar un proceso de deshidratación que, como dicen ellas, va a hacer chuño mañana en la mañana.
El cielo está despejado, sin una sola nube. Se avizoran la caída de la noche y el descenso extremo de la temperatura en la pampa, al punto de congelación del agua. Es la hora de buscar refugio en casa para esperar durante tres días en los que las papas sufrirán fuertes cambios térmicos, desde la noche congelada hasta el calor picante del mediodía andino: no podemos olvidar que sigue siendo una zona tropical. Pasado este tiempo, las mujeres y sus familias se reúnen de nuevo para comenzar a hacer pequeños montoncitos de papa a medio camino de deshidratación a la que ya se le puede denominar chuño. Se descalzan lentamente y, bajo el sol de la tarde que deja de ser ponzoñoso, se acerca un hombre con su parlante y su memoria digital que almacena el ritmo de huayno del ahora: la organeta, la batería electrónica y un bajo que, con el tiempo, han reemplazado el arpa y el violín. Eso sí, la voz triste y sufrida por el amor perdido sigue siendo la misma del huayno de siglos. El chuño se comienza a pisar al compás de esta cadencia musical que paulatinamente va haciendo perder la cáscara al tubérculo mientras sale “la poco agua” que aún tiene adentro.
Dos tuntas y un chuño arqueológico, probablemente anteriores a 1492.
Colección del Museo Arqueológico y Antropológico de la Universidad de Cambridge. Fotografía de Julián Roa Triana.
Le toma a una familia de cinco o seis personas extraer todo el líquido de estas papas unas cuantas tardes. Luego, el chuño se va depositando en sacos o a veces en mallas tupidas para poder cargarlo hasta la quebrada y sumergirlo en las aguas cristalinas y heladas, donde la corriente lo lavará durante otras quince noches. Este chuño, por arte de magia –seguramente tendrá su explicación científica–, se convertirá en un pequeño nódulo polvoroso, blanquísimo y asombrosamente liviano llamado tunta, una papa-chuño completamente deshidratada que ha perdido casi todo su peso y de la cual solo queda la fécula del tubérculo, que puede durar una eternidad almacenado.
Podríamos hablar montones sobre las cualidades nutricionales de la tunta, de su particular sabor o sobre los platos que se preparan con ella, pero prefiero contarles que existen evidencias arqueológicas de su procesamiento desde hace cinco mil años en las inmediaciones del lago Titicaca, justo en la frontera peruano-boliviana, lugar de origen y domesticación del tubérculo más consumido por la humanidad. Una tunta hallada cerca del sitio de Tiwanaku, y cuya datación extrema es del siglo II antes de nuestro tiempo, como si se tratase de una persistente memoria humana, aún se encontraba en condiciones de servir como alimento. La tunta, esa fécula producto de la memoria oral, de las campesinas que les enseñan a sus hijos a elaborarla y de las familias que han sobrevivido gracias a ella en los malos tiempos, cuando los cultivos todos arruinados sentenciaban hambrunas, es uno de los miles de saberes transmitidos que nos hablan con franca contundencia de los pueblos americanos y caribeños que comprenden con profundidad la amplitud del paisaje y el tiempo en que habitan.
Desde la arrogancia, a través de la historia, muchos nos han acusado con mucha insistencia a los que habitamos esta parte del continente de ser perezosos, de no pensar en nuestro pasado, de no saber planear el futuro y de vivir solamente para el instante fugaz, que supuestamente evidencia nuestro cotidiano gusto por el festejo y el baile. Nos han negado nuestro espíritu y nuestros tiempos, nos han acusado miles de veces de ser tan solo tribus de caníbales y, en el mejor (o peor) de los casos, de ser seres naturales, inocentes, en un protoestado vital que nos exime de todo pecado mortal, de ser homúnculos que necesitan ser sometidos por la razón o por la fuerza. Incluso hoy nos siguen acusando, con formas muy sutiles y disfrazadas de palabras elegantes, de una supuesta inhabilidad para reconocer nuestra diversidad, y de no tener la capacidad para comprenderla sin la ayuda de ellos, consolidando formas contemporáneas de colonizar nuestro pensamiento.
La memoria de América Latina y el Caribe es un chuño y una tunta, el producto de millones de personas que cada día cultivan, cosechan y extraen lo mejor de la cotidianidad para crear imágenes y narraciones propias de lo que fuimos, somos y seguiremos siendo. Tenemos instituciones de la memoria que, con dedicación comunitaria y casi sagrada, hacen lo mismo que las campesinas del altiplano andino: conservar las formas de ser y hacer la memoria de los pueblos para las generaciones futuras. A pesar de la presión globalizadora que exige adoptar modelos foráneos, seguimos insistiendo, de forma felizmente arrogante y a la vez humilde, que nuestros métodos y visiones son un camino clave para construir mejores instituciones democráticas al servicio de los ciudadanos. Nos siguen mirando con sospecha cada vez que hablamos en conferencias internacionales de pensar en la escala humana dentro de los museos y de la obligación sagrada que tenemos de hacer participativas y comunitarias nuestras instituciones, de comprender otras formas de transmitir la memoria más allá de lo escrito y del pensamiento científico de occidente. Se trata de pensar, construir y narrar para nosotros mismos y para aquellos que recibimos con amor en la puerta de nuestros museos, aquellos que esperamos nos comprendan en las pequeñas cosas que nos hacen dignos y felices: los miles de relatos sencillos que hablan de una campesina que, recordando las enseñanzas de su familia y sus ancestros, pisa la papa que ella misma sembró para asegurar el futuro de todo su pueblo.
Esta revista es también un bulto de chuño y tunta. Hecha desde diecinueve rincones diferentes, desde un mismo número de comités nacionales de icom en América Latina y el Caribe que dan cuenta de todas las formas posibles de comprender y hacer memoria institucional para reconocer a quienes han entregado su vida, antes que nosotros, trabajando con profundo amor por la memoria y los museos. Es, además, un recuento y un cuento hecho a nuestra manera que relata cuarenta años de la Alianza Regional icom para América Latina y el Caribe (icom lac). Es apenas un pequeño comienzo de lo que esperamos se vuelva una tradición: recordar nuestras formas para volver a vivir junto a quienes nos han brindado una plataforma poderosa que transforma realidades desde la cultura, el patrimonio, la memoria y, por supuesto, los museos. Les entregamos este alimento, esta conserva y, como decimos en mi tierra, esta conversa para recordar, aprender y solidificar un legado que esperamos que se siga cultivando y enriqueciendo de forma permanente para las generaciones futuras, desde cada rincón de este continente. Bienvenidos a este número especial de Chaski: 40 años de icom lac.





